Diario de un cura rural
Journal d'un curé de campagne (1951)
Francia
También conocida como:
-
"Diario de un cura de aldea" (México)
Duración: 120 Min.
Música: Jean-Jacques Grünenwald
Fotografía: Léonce-Henry Burel
Guion: Robert Bresson (Novela: Georges Bernanos)
Dirección: Robert Bresson
Intérpretes: Claude Laydu (Sacerdote de Ambricourt), Adrien Borel (Sacerdote de Torcy), Rachel Berendt (Condesa), Nicole Ladmiral (Chantal), Jean Riveyre (El conde), Nicole Maurey (Louise), Antoine Balpêtré (Doctor Delbende), Martine Lemaire (Séraphita Dumontel), Léon Arvel (Fabregars), Bernard Hubrenne (Louis Dufrety), Jean Danet (Olivier).
El párroco de Ambricourt se detiene a descansar un momento con su bicicleta frente a la verja de la casa del conde, donde un hombre, el propio conde, se besa con una mujer, que se alejan cuando lo ven.
El sacerdote va escribiendo cada día sus impresiones de esa, que es su primera parroquia.
Se negó a confesar su mala salud y se ayuda de la bicicleta, aunque subir cuestas le es muy dificultoso y le produce un gran malestar.
Suprimió carne y verduras y se alimenta de pan mojado en vino en pocas cantidades cuando se siente mareado, aunque echa azúcar en el vino y deja que el pan esté muy duro y gracias a ello, dice, su cabeza se mantiene despejada y se siente más fuerte.
Cuenta su encontronazo con un parroquiano a cuenta de los paños fúnebres, que dese utilizar en el entierro de su mujer, pero sin pagar más.
Tiene como confidente y consejero al sacerdote de Torcy, el pueblo de al lado, que cree que envían a curas que parecen monaguillos, y que no son capaces de mantener el orden y hacerse respetar, aunque no se hagan querer, lo que cree es secundario.
Mientras piensa en sus palabras y en cómo mantener el orden llega el teniente de alcalde que le dicen que por fin aceptaron llevar la línea de electricidad hasta su casa, aunque todavía tardarán entre tres o cuatro meses.
Ese hombre es dueño del salón de baile, donde los chicos fuerzan los domingos a las chicas a beber, pero no se atreve a recriminárselo.
En la cama, y cada vez que cierra los ojos, le embarga la tristeza, y habría dado todo por una palabra de compasión o ternura.
Da las clases de Catecismo a los niños para la comunión, destacando una de las niñas, Séraphita, muy lista y en la que confiaba porque lo entendía todo.
Pero cuando le pregunta, ella le dice que no tiene una prisa especial por hacer la comunión, que lo aprende todo porque él tiene unos ojos muy bonitos, viendo cómo es todo una burla y que todos los niños se ríen de él.
Solo hay una mujer, una institutriz de la gran mansión, que va cada día a misa, percatándose un día de que había estado llorando, y esta, Louise, que es la mujer que se besaba con el conde, le cuenta que la condesa es muy buena con ella, pero que la hija la humilla y le gusta tratarla como una criada.
El sacerdote decide visitar al conde esperando su apoyo para realizar algunas de sus ideas, como un club deportivo o el círculo juvenil, diciéndole este, tras escucharlo, que lo pensará, encontrando en ese momento en él, y pese a no ser un feligrés ejemplar ni tratar bien a sus empleados, a un amigo.
De hecho lo visita unos días después llevándole al sacerdote un conejo recién cazado, no atreviéndose a decirle que su estómago no lo toleraba.
El conde le dice que aprueba sus ideas, pero le previene contra la gente, pues, asegura que tienen mal espíritu y que no se apresure y que deje que den el primer paso.
Se atreve a hablarle de su hija Chantal, pues le inquieta su tristeza, impropia de su edad y que quizá necesite un poco más de comprensión con la señorita Louise, pero al hablarle de esta notó que su rostro se volvió duro.
Volvió poco después a la mansión esperando poder volver a hablar con el conde, pero este no lo recibe pese a estar en la casa con Louise, hablando por ello con la condesa, que llevaba una vida retirada y consagrada al recuerdo de su hijo muerto.
Pero de pronto se sintió mal y era incapaz de atender a la mujer mientras le habla, dándose cuenta ella de su dolor, decidiendo él marcharse, sintiéndose muy enfermo.
Fue a ver al doctor Delbende, que volvía de cazar y que le dice que, pese a ser amigo del sacerdote de Torcy, no cree en Dios y observa que no se alimenta como es debido y que le indica que sus dolencias se deben al alcohol que bebieron sus padres antes de que naciera.
No entiende que Séraphita le atormente, pues no es algo propio de su edad, pero ve cómo al verle lanza su cartera y sale corriendo, viendo que su madre no lo recibe bien cuando va a devolverle la cartera que tiró antes.
Se reprocha rezar poco o mal, diciéndole el cura de Torcy que le falta el sentido práctico y experiencia con las personas y no encaja en su nueva parroquia, pero le pide que siga.
Una mala noche, a las tres de la madrugada se fue a la iglesia y se esforzó en rezar.
Por la mañana recibió una carta en un papel burdo y sin firma donde le decían que debía solicitar el traslado cuanto antes, diciendo que era alguien bienintencionado.
Descubre en un breviario un escrito, que ve que tiene la misma letra que la carta anónima y, cuando sale a decir la misa, ve que está con el breviario a la señorita Louise.
Ya no lograba rezar. No cumplía con su deber y detrás de él no había nada y delante sentía como un muro, teniendo unos temblores que le duraron más de una hora, pareciéndole que se rompía algo en su interior, sintiendo que Dios se ha alejado de él.
Tiempo después escribe que no descuida sus deberes, pues la increíble mejora de su salud le facilita su trabajo.
Un día, mientras va en su bici escucha un disparo.
Le informan más tarde que encontraron al doctor Delbende con la cabeza destrozada en el bosque. Señalan que se le debió enganchar el arma en alguna rama y al tratar de recuperarla tirando de ella se le disparó.
El cura de Torcy pasó dos noches velando el cadáver de su amigo. Presidió el entierro con él y le cuenta que Delbende estaba muy desmoralizado, Esperaba recuperar su clientela, pero desde que sus compañeros más jóvenes rumorearon que no sabía nada de asepsia no tenía pacientes y perdió la fe y vivía afligido, por lo que temen que en realidad fuera un suicidio.
Lo visita un día la hija del conde, Chantal, que le pregunta si cumplirá su palabra, diciendo él que cumplirá con lo prometido.
Estaba atónito al darse cuenta que no sabía nada sobre las personas.
Fue a ver al cura de Torcy, aunque le dicen que tardará de 8 a 10 días en volver.
Cuando llega a la iglesia le está esperando Chantal, que le dice que debe realizar ese mismo día lo que le prometió, pues es muy astuta y asegura que la matará o se matará.
Él le dice que solo puede escucharla en el confesionario, aunque ella dice que no desea confesarse. Que solo pide justicia, pues desde que esa mujer entró en su casa se convirtió en su enemiga y por la noche los escuchó a ella y a su padre y sabe que se las arreglarán para echarla, y a su madre le parece conveniente, porque se cree todo lo que le dicen.
Él le dice que si respetase a su padre no se rebelaría de ese modo, diciendo ella que los odia a todos y piensa vengarse suicidándose, aunque él le pide la carta que lleva en su bolsillo y que él quemó sin leer, pues le pareció ver la voluntad del suicidio en sus ojos.
Se arrepiente de haberla escuchado, y Dios le castigó porque sus palabras no tenían vuelta atrás y debía seguir hasta el final.
Va a casa del conde y habla con su mujer, a la que le dice que teme que su hija se suicide, aunque la condesa le dice que sería incapaz de hacerlo, pues tiene mucho miedo a la muerte, diciendo el sacerdote que son esas las personas que se matan, aunque ella dice que él no puede saber eso, pues sobrepasa su experiencia, confesando que él teme a la muerte.
La mujer le dice que su marido puede tener allí a quien quiera y la muchacha carece de recursos y puede que su marido se haya mostrado demasiado atento y familiar, pero, en cualquier caso, a ella le da lo mismo, pues soportó durante años infidelidades y ahora ya es vieja y está resignada y lo que defiende él es el orgullo de su hija, no el suyo y no entiende que esta no pueda soportarlo como hizo ella.
Dice también que finalmente serán juzgados por sus actos y ella no ha cometido ninguna falta, aunque él le dice que su falta es expulsar a su hija de su casa, diciendo la mujer que cumple la voluntad de su marido y cree que ella volverá.
Él le dice que Dios la destrozará, diciendo la condesa que ya lo hizo llevándose a su hijo y asegura que ya no le teme, diciéndole el sacerdote que teme que su dureza la aleje de Dios para siempre, aunque ella le recuerda que Dios no es vengativo.
Ella dice que el amor es más fuerte que la muerte.
Él le dice que debe resignarse, diciendo ella que si no lo estuviera, ya estaría muerta y solo matándose habría podido olvidar, repitiendo que Dios ya no le importa.
Él dice que solo existe el reino de Dios y todos están dentro, confesándole que él a veces tiene extraños pensamientos, pero pide a la mujer que pida a Dios que su reino llegue y que se haga su voluntad, aunque ella no puede decir esa frase, pues le parece que va a perder a su hijo dos veces aunque el sacerdote le dice será el reino también de su hijo, diciendo ella entonces que espera que ese reino llegue.
Fuera, tras la ventana, Chantal los escucha.
La condesa reconoce que odiaba a Dios y habría muerto con ese odio y que una hora antes creía tener su vida en orden y él no dejó nada en pie, tras lo que se arranca la medalla con la foto de su hijo y la lanza al fuego, de donde él la rescata y ve cómo la mujer se derrumba.
Cuando llega, ya muy tarde a su casa, el jardinero le entrega un paquete con el medallón con la cadena rota, pero sin la fotografía, y una carta de la propia condesa en que le dice que el recuerdo desesperado de un niño fallecido la mantenía alejada de todo y en soledad, y fue otro niño el que le sacó de ella, y espera que no le moleste que lo llame niño.
Le dice también que creía que la resignación era imposible, y no está resignada, está feliz y no desea nada y quería decírselo ese mismo día porque no volverán a hablarlo nunca jamás. Habiéndole transmitido una gran paz.
Pero la condesa muere, corriendo el sacerdote a la casa, donde llega sudoroso por la prisa, cruzándose con el conde, que finge no verlo, escuchando al médico que sin duda se debió a una angina de pecho, diciendo el marido que llevaba varios meses con mareos.
Va a ver a la muerta y la bendice sintiendo su brazo como plomo, y reza por ella a sus pies.
Cuando volvió a la casa, tras la catequesis, había un desfile de automóviles e indica que le habría gustado velarla, pero ya había unas monjas y un canónigo, tío del conde.
Entró en la habitación recordando la lucha que les enfrentó, apartó el velo y tocó su frente, recordando el día en que al despedirse tocó su cabeza y le deseó que quedara en paz.
Al salir escuchó cuchicheos sobre él.
Recibe la visita del canónigo, que le pregunta si recibió allí a su sobrina, diciéndole que así fue, viendo que supo conmoverla, diciendo él que la trató con dureza, preguntando el tío si tiene influencia sobre ella, pues Chantal da una versión diferente.
El sacerdote le dice que no cuida mucho su salud, diciendo él que digiere pocas cosas, diciendo el canónigo que el vino que toma cree que es más dañino que útil, y que la ilusión de la salud no es la salud.
Le dice que pueden discrepar sobre cómo dirigir una parroquia, pero él dirige la suya y tiene su derecho y no necesita saber qué ocurrió entre él y la difunta, pero debe atajar las voces peligrosas, pues su sobrino remueve cielo y tierra y el obispo le cree, por ello le pide que resuma en unas líneas su conversación de dos días antes sin ser inexacto ni desvelar lo que se refiere a la discreción y solo lo verá el obispo.
Él no entiende por qué debe informar sobre la conversación, ya que no hubo testigos y solo la condesa podía autorizar su divulgación, diciéndole él que está bien, que solo quería prepararlo para la entrevista que tendrá con su sobrino, y, aunque lo mejor sería que hablase sin decir nada, sabe que él no es de esos.
Él pregunta qué hizo mal y qué se le reprocha, respondiéndole el canónigo que ser quien es, pues la gente se defiende de su sencillez, que es como un fuego que les quema.
Va al día siguiente a la mansión, abriéndole Chantal, lo que le puso en guardia, viendo que en el salón todo seguía como el día en que estuvo él.
Le dice que no se sentará, pues su sitio no está allí y le dice que el de ella tampoco, diciendo Chantal que se ve que teme a los muertos.
Chantal le informa que la institutriz se irá esa noche, y le hace ver que consiguió lo que quería, diciéndole él que no le servirá de nada, pues si no cambia, siempre encontrará a alguien a quien odiar y además se odiará a sí misma, diciendo ella que solo se odiará si no consigue lo que desea, pues quiere ser feliz, señalando que la culpa es de ellos por mantenerla encerrada en esa casa y callada.
Llega el conde del campo y le pregunta si su hija le entregó los papeles con los detalles del funeral, aunque Chantal le dice que debería darle carta blanca.
Le pregunta luego a su padre si preparó ya el cheque para la institutriz, pues tiene que irse esa misma noche, diciendo el conde que a todos les parecería raro que se marchara antes del funeral, aunque ella dice que a nadie le extrañará su ausencia, diciendo él que pagar 6 meses de golpe es demasiado.
El conde le dice luego al sacerdote que siempre mantuvo buenas relaciones con sus predecesores y respeta al clero, pero no quiere que un cura se meta en sus asuntos familiares, diciendo él que a veces los meten sin quererlo.
El conde le dice que él es la causa involuntaria de una desgracia y quiere que no vuelva a ver a su hija, pues no aprueba sus imprudencias, y que tanto su carácter como sus hábitos le parecen un peligro para la parroquia, no entendiendo él a qué hábitos se refiere.
Escribe por la noche, que enterraron a la condesa, siendo el fin de su largo sufrimiento, pensando que el suyo está comenzando.
Arranca algunas páginas, que dice escribió en un momento de delirio, aunque desea dejar constancia de su dura prueba.
Habla con el cura de Torcy, que le pide que cuide más su aspecto y apariencia y que sufre más que reza, diciendo él que no puede más, pidiéndole que lo intente, y llora mientras el otro sacerdote le habla. Piensa que siempre se imaginó estar en el huerto de los olivos.
Le dice que la gente es maliciosa e hizo el tonto con la condesa, y el tema del medallón fue puro teatro, contándole que los vio Chantal, y que no debió chantajear a las almas.
El otro cura le pide que deje de ver a la hija, que es un demonio, pero él dice que no cerrará su puerta a ningún alma de su parroquia, contándole el otro sacerdote que Chantal contó que la madre se resistió y que él la dejó agitada y por ello piensan que pudo morir por el recuerdo de su apremio y su dureza, asegurando él que murió en paz, aunque el otro sacerdote le dice que no se actúa así con una cardiaca.
Pero al quedarse solo se le quitó presión, pues temía que le acusaran de algo que no había cometido, pero no era así y podrían pensar que Chantal no había escuchado bien.
Pero esa paz era el preludio de una nueva desgracia.
Entra el cura de Torcy y tira sin querer la botella al suelo, diciéndole que lo que está tomando no es vino, sino una tintura y que se está envenenando y que le haría mejor un asado.
Le dice que sabe que es un buen hombre y le pide que rece y le pide su bendición, aunque en esta ocasión le dice el cura de Torcy que le toca a él y hace que lo bendiga.
Sigue con sus visitas a los feligreses, aunque se siente mal y en una casa le dan una bebida, pero acaba cayéndose.
Creía que le encontrarían allí, medio muerto en el barro, y sería un escándalo más.
Logró levantarse e ir como pudo hasta el pueblo, siendo Séraphita quien lo encuentra y le ayuda limpiándole las manchas de barro. Le cuenta que vomitó y tiene toda la cara manchada como si hubiera comido moras.
Él trata de levantarse y le pide a la niña que vaya al día siguiente a la rectoral, diciendo ella que no lo hará, pues ha contado muchas cosas malas de él y le dice que le habrán echado algo en el vaso, pues les divierte, pero que, gracias a que lo encontró ella, no verán nada y se extrañarán, y lo acompaña luego hasta el camino con su linterna.
Ella le cuenta que esa noche soñó con él y parecía triste y se despertó llorando.
Al lavar luego su sotana el agua se tiñó de rojo y comprendió que había perdido mucha sangre, por lo que decidió que al amanecer tomaría el tren hacia Lille.
Despertó con el canto del gallo y tuvo otra pequeña hemorragia. Un esputo de sangre.
Llega Chantal a verle y le dice que oyó que se iba al día siguiente y le pregunta si volverá, diciendo que depende del médico pues va a verle a Lille.
Ella le pregunta qué piensa de ella, diciendo que un cura no tiene opinión, aunque cree que trata de ocultar la verdad de su alma, asegurando ella no tener miedo a la verdad.
Él dice que solo la escucharía si estuviera en peligro de muerte y que espera que la absolución le llegue a tiempo, pero no de su mano.
Ella dice que su padre conseguirá que lo trasladen, pues todos piensan que es un borracho, ayudándole a recoger sus cosas para la maleta, asegurando la chica que si la vida la decepciona hará el mal por el mal.
Le dice que lo escuchó cuando hablaba con su madre y vio cómo su cara se suavizó.
Al día siguiente sale cargado con su maleta como había previsto.
Cuando va andando a coger el tren pasa Olivier, un sobrino del conde, con su moto y le invita a subir con él, sintiéndose en la moto joven como Olivier y pensó que Dios no quería que muriera sin conocer el riesgo que le hacía sentir joven.
Llega así a la estación, más rápido de lo que esperaba, diciéndole Olivier que le agrada, y que podrían haber sido amigos pese a que a su tío le parece un indecente
Le dice que él va a alistarse a la legión extranjera y le asegura que sin ese forro negro podría parecerse a cualquiera de ellos y le sugiere que vaya también él con ellos, pues en la legión tampoco faltan los sacerdotes.
Va a ver al Dr. Lavigne y sale abatido.
Entró en una vieja iglesia, pero sintió un profundo rechazo a la oración y no fue capaz de rezar, saliendo de inmediato, y entrando en un bar.
El doctor le había dicho que tenía cáncer de estómago. No se lo esperaba. Pensaba que sería algo parecido a la tuberculosis y entendió que iba a morir de una enfermedad rara en gente de su edad.
Tomó una taza de café y se quedó dormido un instante.
Al despertar escribe sus pensamientos en las últimas mañanas con el canto del gallo y su pureza y frescura.
Le avergonzaba la idea de volver a casa con su mal.
Decide ir a ver a Louis Dufrety, en cuya puerta figura un cartel que pone que es representante de productos de droguería, y que fue compañero suyo en el seminario y cura de una pequeña parroquia, aunque lo dejó por razones de salud.
Su compañero que debe comer mucho, pero tiene poco apetito y está muy delgado, estando en un apartamento que es un cuchitril y le dice que espera que cene con él para poder charlar.
Su amigo le dice que tienen mala sangre en las venas. Que un médico le dijo que habían sufrido malnutrición infantil, y que trató de situarse tras salir del sanatorio.
De pronto pierde el conocimiento, viendo al despertar que está en la cama de su amigo y le dice que no quiere dormir allí y que le lleve a cualquier sitio, aunque quien está es
una mujer que le cuenta que Dufrety fue a la farmacia.
Ella se disculpa y le dice que debe tener una mala opinión de ella por cómo tiene la casa, pero es porque sale de casa a las 5 de la mañana y no tiene mucha fuerza.
Le explica que se dedica a la limpieza, aunque lo más cansado es ir de un lado al otro.
Le dice que Dufrety le dijo que su negocio será rentable, pero tuvieron que pedir créditos para la oficina y con su enfermedad se cansa mucho.
Le cuenta que no están casados porque ella no quiso por él. En el sanatorio quiso esperar a que se curase por si quería volver a su vocación y no quiso ser una molestia, llegando él a pensar que no lo quería
Pocos días después Dufrety envía una carta al sacerdote de Torcy en que cuenta los últimos momentos del cura de Ambricourt.
Le cuenta que una noche se despertó hacia las 4 de la madrugada y lo encontró en el suelo, habiendo sangrado de forma abundante, y, cuando recuperó el conocimiento, le pidió el rosario y lo estrechó en sus manos, pidiéndole luego la absolución.
Aunque tenía reparos de hacerlo, finalmente cumplió su deseo, y el sacerdote le dijo luego al oído disipando sus reparos: "¿Qué importa? Todo es Gracia".