Ventajas de viajar en tren
España / Francia (2019) *
Duración: 102 min.
Música: Cristóbal Tapia de Veer
Fotografía: Javier Agirre Erauso
Guion: Javier Gullón (Novela: Antonio Orejudo)
Dirección: Aritz Moreno
Intérpretes: Luis Tosar (Martín Urales de Úbeda), Pilar Castro (Helga Pato), Ernesto Alterio (Ángel Sanagustín), Quim Gutiérrez (Emilio), Belén Cuesta (Amelia), Macarena García (Rosa), Javier Godino (Cristóbal de la Hoz), Javier Botet (Gárate), Stéphanie Magnin (Doctora Linares), Gilbert Melki (Leandro Cabrera).
Imaginemos que una mujer sorprende a su marido inspeccionando con un palito su propia mierda, no regresando este hombre de su ensimismamiento, por lo que decide internarlo en una clínica para enfermos mentales del norte de España.
La historia comienza justo a la mañana siguiente.
Capítulo 1: El casamiento engañoso
La mujer, Helga, regresa en un tren a Madrid, cuando el pasajero de enfrente le pregunta si le gustaría que le cuente su vida, aunque enseguida aclara que se trata de una broma. Que es Ángel Sanagustín, psiquiatra de la Clínica Internacional, donde la vio.
Le explica que su trabajo es diagnosticar a través de escritos hechos por personas con trastornos de personalidad en que cuentan un episodio de su vida.
Le muestra una carpeta con textos de esquizofrénicos y con trastornos paranoides, narrándole el caso de un paranoico, Martín Urales de Úbeda, del que le explica, al contrario que los esquizofrénicos, están siempre atentos a los estímulos externos, pero establece entre ellos vínculos erróneos.
Tenía un gran poder de seducción y acabó secuestrándolo a él mismo.
Antes pasó mucho tiempo buscándolo porque le habían contado que tenía una gran capacidad para convencer a algunas personas para que se tiraran a los camiones de basura, contándole que, de hecho, él murió de esa forma, triturado.
Ángel le cuenta que todo comenzó cuando él y su mujer se compraron un chalet adosado en Galapagar, protestando ante el servicio de recogida de basura porque al lado de su casa había una montaña de bolsas de basura que se negaban a recoger porque no eran suyas.
Recibió entonces una carta de una mujer, Amelia, la hermana de Martín, que le contaba la historia de este.
Que la mayor ilusión de su padre era que su hermano Martín ingresara en la Academia Militar de San Javier, en Murcia, y, aunque no tenía vocación, ingresó para contentarlo.
Su padre, que estaba paralítico por un atentado, disfrutaba leyendo las cartas que le enviaba.
Poco después de licenciarse le enviaron a Kosovo, desde donde siguió enviándoles cartas hasta que un día dejó de escribir y pareció habérselo tragado la tierra.
Pero un día reapareció sin su brazo izquierdo y contó que lo habían echado del ejército.
Les contó que había estado destinado en un hospital militar en Kosovo que era un antiguo hotel que habían acondicionado.
Faltaban el agua, la comida y las medicinas y fallaba la luz.
La doctora Linares convirtió un salón en pediátrico, algo que para él era un milagro, ofreciéndose a colaborar con ella.
Empezó a quedar con ella para desayunar antes de comenzar su turno, o para pasear y hablaban de los niños o de la situación del hospital, hasta que, de pronto todo cambió.
Un día vio que la planta era un auténtico hospital, sintiendo una enorme curiosidad aunque ella no quiso decir nada.
Fue a verlo por la noche y le dijo, que, como él sabía, siempre vivió para el hospital y que, como les denegaron las subvenciones estaban a punto de cerrar.
Para evitarlo, ella decidió prostituirse con mandos de la OTAN, del séquito papal, observadores de la ONU y altos representantes de la ONG, lo que le ayudaba a ir tirando, pero no era suficiente para continuar, hasta que una noche recibió a un cliente, Cristóbal de la Hoz que le dijo que tenía amigos poderosos encantados de poder ayudarle y que podrían conseguirle sumando subvenciones de la iglesia, de la OTAN y de la Unión Europea, más de 200 millones de pesetas, debiendo entregarles, a cambio, a un huérfano al mes, y, aunque no quiso escucharlo, él le pidió que lo pensara.
Pero la situación del hospital era insostenible, pues los niños seguían muriendo, y acabó yendo a verle y aceptando.
Él la consuela diciéndole que gracias a ello salvó muchas vidas.
Pero le cuenta que un día Cristóbal volvió a verla, muy compungido.
En su día le contó que sus amigos vendían al niño a alguna familia, pero un día uno de sus amigos le dijo que si de verdad quería saber qué hacían con los niños, que fuera con él, llevándolo hasta una especie de búnker al que se accedía con varios códigos.
Pudo ver así cómo lo que hacían con los niños era grabar videos pornográficos.
Un negocio, le explican con tres vías de ingresos, pues, por un lado, el hombre que se acuesta con el niño paga una importante cantidad, pero además, luego, distribuyen el video, con las caras manipuladas digitalmente a todo el mundo.
Les interrumpe un hombre que requiere a su amigo, aprovechando Cristóbal el momento para coger una de las cintas.
Lo ve luego en su apartamento, observando horrorizado cómo la cinta terminaba con el asesinato del niño.
Citó por ello a su amigo en un parque, entregándole el video robado, no entendiendo que sea capaz de hacer eso, diciéndole el hombre que lo hace por dinero, y le cuenta que, además de lo que le contó, de donde más dinero obtenían es de lo que pagan las farmacéuticas por las vísceras. Venden las tripas a una empresa que fabrica alimentos para ocas y luego venden los cuerpos vacíos a un excéntrico artista neoyorquino que los revende a ricos progres que valoran enormemente su arte hiperrealista.
Le cuenta que las autoridades no hacen nada porque contribuyen a rebajar el paro juvenil y además ellos participan en cierto modo en el negocio.
Le dice que, en cuanto a él se ha metido en un buen lío, pues vaya donde vaya, en cualquier parte del planeta lo encontrarán y puede acabar en algún museo, aunque, como son amigos intercederá por él para que no conviertan sus globos oculares en gomas de borrar bolígrafo o tinta de impresoras. Le matarán, pero no utilizarán sus ojos.
Fue a contarle todo antes de marcharse para evitar acabar disecado, temiendo la doctora ser la siguiente.
Antes de marcharse, la doctora le entregó la llave de una taquilla de su despacho donde guardaba la documentación del hospital por si le ocurría algo, y fue la última vez que la vio.
Pero cuando se lo contó a sus superiores, lo declararon insumiso, lo expulsaron del ejército y lo ingresaron en un psiquiátrico.
Pero tras escuchar su historia, su padre se enfadó diciendo que no le creía, rompiendo la mesa de un golpe, tras lo que Martín se marchó.
Desde ese día, su padre se encerró en sí mismo y se quedaba siempre mirando la ventana, hasta que murió, sucediéndolo lo mismo a su madre por la pena poco después y los servicios secretos quieren acabar con Martín haciéndolo pasar por loco y diciendo que va convenciendo a la gente para que se lance al camión de la basura.
El caso concitó su curiosidad y, sabiendo que Martín vivía en una casa baja cerca de Ventas se dedicó a buscarla durante varios días, hasta que, finalmente la encontró.
La mujer le dejó pasar, observando él que olía muy mal, diciéndole ella que eran las tuberías porque la casa era cara de mantener.
Le cuenta que es muy fetichista, mantiene la mesa que su padre rompió, e incluso la croqueta que le dio a su hermano en la cabeza.
Le hace probar tras ello un licor y una longaniza que prepara ella misma, muy fuertes.
Le cuenta tras ello que le ha mentido, pues su hermano nunca fue militar, y que lo único cierto es que es manco.
Rechazaron su ingreso en la academia y pensó presentarse de nuevo al examen un año más tarde, por lo que, entretanto encontró un trabajo de basurero, aunque un año más tarde volvió a suspender el examen, y al siguiente año también, por lo que acabó siendo un basurero que perdió su brazo una noche, cuando se le cayó un boli en el camión, y, al tratar de recuperarlo metió el brazo en la trituradora.
Él trató de tranquilizarla, tomando ella su gesto por cariño y comenzó a besarlo, y al cogerle el brazo, de pronto se quedó con el brazo ortopédico en la mano, viendo cómo en medio del beso le mordió la lengua, viendo al apartarla que no es una mujer, sino Martín, su hermano.
Ve cómo se tapa la nariz, diciéndole que tienen micrófonos escondidos en ella porque los basureros tratan de encontrarlo, y, de hecho, cuando pasa por la calle un camión de basura, piensa que le han seguido, por lo que decide que deben esconderse, abriendo una puerta secreta tras la televisión, por la que llegan a un sótano lleno de bolsas de basura, que, le cuenta, lleva 8 años sin tirar.
Le dice que él es el elegido porque es íntegro, pues usa maquinillas de afeitar desechables, es idealista porque no consume alimentos transgénicos y es tenaz y perseverante como indican las cáscaras de pipas de calabaza, y es valiente, porque bebe mucho café
Ángel se da cuenta de que ha estado espiando su basura, diciéndole que para abrirle los ojos.
A él, dice, le han implantado micrófonos y un chip los de arriba, que no son basureros, sino de la policía política.
Le cuenta que ha sido 5 años basurero y que la peste se impregna en el pelo y la piel por más que te laves hasta que se acaban acostumbrando.
Hasta que se dio cuenta de que era la propia empresa la que rociaba los contenedores para que olieran mal para marginarlos socialmente y fomentar su resentimiento, de manera que así acaban por aceptar cualquier propuesta que le confíen. La verdadera tarea.
Le cuenta que los camiones no trituras la basura. La almacenan, pues el plástico conserva las huellas y cada vecino tiene una ficha en función del análisis de su basura, y como él no tenía ficha, por un fallo del sistema, no recogían la basura de su casa.
Conocen los gustos y fobias de cada ciudadano, su intención de voto, su actividad sexual y sus ilusiones y sus estados de ánimo.
Él, le dice, es el único basurero que desertó y descubrió que le habían implantado micrófonos y por eso se hizo pasar por su hermana para vivir escondido, no acudiendo a ningún supermercado ni generando residuos, alimentándose con su propia orina y sus heces, preguntándole de nuevo si le gustaron su longaniza y su licor.
Al ver su cara de asco, Martín le amordazó, le ató y le sacó por la puerta trasera y le dijo que podría comprobarlo con sus propios ojos lanzándose al camión.
Pero en el último momento, Martín tropezó y le soltó. Él cayó fuera y Martín dentro, acabando así destrozado y desapareciendo para siempre.
El tren hace una parada y él baja para comprar un sándwich, encargándole ella otro, para lo que le da un billete.
Ve entonces cómo el tren continúa su camino, para desesperación de ella que ve que se va sin él, observando ella su carpeta preocupada.
Capítulo 2: Las personas
El problema de Helga Pato, la mujer del tren con las personas era que confundía a los narradores con los autores y a estos, algunas veces, con los personajes.
Conoció a W, un autor en la Feria del Libro.
Ella era una editora independiente y él un escritor muy leído por la izquierda, y, en vez de una dedicatoria, le escribió su dirección.
Ella creyó que empezaba una novela de amor con su autor favorito, en el último piso de un rascacielos de Madrid. Creyó que se enamoraba de su autor favorito, aunque estaba enamorada del narrador y se fue a vivir con un personaje.
Tras ese último fracaso sentimental Helga dejó su trabajo y adoptó un perro, decidiendo que no quería saber nada de los hombres.
Ella cuenta que todo comenzó como en 101 dálmatas.
Su perro, Pingo, se escapó y comenzó a hacer el amor con una perra, no importándole a su dueño, que le dijo que quería tener una camada porque le gustan los perros y que era el dueño del quiosco de la plaza.
Un día que llovía fue a verlo al quiosco, que él le dijo, era como su casa y no le dejó entrar pese a lo que llovía.
Cuando salía se paseaba por el quiosco y hablaban de perros.
Su perra tuvo cinco cachorros y le dijo que había pensado en regalarle uno si aceptaba ser su novia. Ella aceptó y la dejó entrar por fin al quiosco.
Pasaba mucho tiempo en él, pero le dolió que se cansara de ella rápidamente, y a los pocos meses la dejaba al frente del mismo mientras él se iba a la Casa de Campo con los perros.
Una noche, él le propuso hacerlo por detrás como los perros y al final ya siempre lo hacían así, hasta que un día ella se negó. Le dijo que no le apetecía así y él se marchó y no regresó en una semana y por ello no volvió a decir que no.
Un día le pidió que gimiera imitando el sonido del perro y estuvo muy simpático toda la semana y le hizo el primer regalo desde Elvis, el perro pequeño, un collar de perro, y pronto empezó a exigirle que lo llevara puesto en la calle.
Un día hizo él la comida. Le puso un estofado de carne mientras él comía langostinos de Sanlúcar, y con el tiempo empezó a ponerle la comida directamente de la lata, hasta llegar a pedirle que comiera como un perro, directamente del plato y sin cubiertos.
Pronto le dijo que igual le gustaría comer con los perros y le puso un comedero con su nombre, llegando a ponerse violento para exigírselo, pidiéndole que no se ría de él.
Enfadado, cogió los perros y se fue a la Casa de Campo.
Para volver a ganárselo, le dijo que lo haría. Y después de mucho tiempo la besó en el hocico.
Poco a poco llegó a acabar en una caseta convertida en una perra, comenzando a andar incluso a 4 patas, hasta que un día le dijo que, como ahora tienen más espacio libre en casa porque ella vive en el jardín, podrán tener un cachorrito.
Ella pensó que un hijo podría convertirla por fin en un ser humano para él, pero, para su sorpresa, no era en él en quien pensaba, sino en el perro.
Ella trató de resistirse, por lo que él la ató y le pegó mientras animaba al perro a penetrarla.
Un día, bajo la lluvia se puso de pie y fue a buscar un martillo. Se puso ante él mientras dormitaba en el sillón y se lo clavó en la cabeza, tras lo que, con una sierra le rebanó el cerebro, sacó sus sesos y se los dio de comer a los perros.
Pero eso solo lo sueña mientras sigue en la caseta, pero sí decide que debe matarlo.
Había leído en un libro en que hablaban del Anabarbital, un fuerte tranquilizante que no dejaba rastro y que podía conseguir por correspondencia y sin receta.
Se lo puso en el pacharán y se fue unos días con su madre.
Cuando regresó pensando que Emilio debía haberse consumido, se lo encontró examinando sus propias heces con un palito.
Buscó una clínica barata y que estuviera lejos y allí se despidió de él para siempre.
Ya en el tren de regreso y tras haberse bajado Ángel examina su carpeta tratando de encontrar una dirección para devolverla, encontrando en ella documentos y fotos.
Encontró así la historia de un paciente con los huesos blandos, pasando su infancia en cama, viendo la vida a través de la hermana Araceli, su profesora, no teniendo trato alguno con otros muchachos de su edad.
Sus experiencias eran fingidas y ajenas, proporcionadas por la lectura o por la televisión.
El encargado del videoclub le llevaba películas de autores, importantes, pero también le proporcionaba porno.
Gracias a los avances tecnológicos en materia de prótesis que trajo la guerra del Golfo, le llenaron el cuerpo de hierros y consiguió poder ponerse en pie y caminar.
Meses después, la asociación de minusválidos organizó un viaje a París.
Nada más llegar le robaron la máquina de fotos, y a otra chica, Rosa, le robaron la muleta.
Fue con ella a comprar una muleta nueva, pero como no hablaban francés, fue un problema.
Hizo el ridículo, pero consiguieron la muleta y regresaron extenuados al hotel.
Una vez allí, ella le ayudó a quitarse la ortopedia, y ella se quitó también su calzado ortopédico y se durmieron juntos.
Pero él cogió frío y se tuvo que quedar en el hotel y Rosa se quedó a cuidarlo, aunque él no sabía que era por amor ni supo reconocerlo, pues en todas las obras, las mujeres eran hermosas y sin defectos.
Él no sintió espasmos interiores y no reconoció el amor. Pensó que su sentimiento era piedad, y por ello cuando Rosa le pidió que se acostara con ella, él, que se había prometido hacerlo con quien le provocara eso le dijo que no, aunque acabaron haciéndolo.
Pero con el sexo le pasó lo mismo que con el amor, pues también lo había aprendido en las películas. No había grandes pechos ni piernas largas y no se lanzó a él como las mujeres de la ficción, ni hubo alaridos, y cuando llegó el momento final la puso a hacer una felación, pero ella sintió asco. No dijo nada. Se vistió y se fue y no volvió a verla nunca más.
Capítulo 3: Ventajas de viajar en tren
Helga regresa, ya sola a la casa que compartió con Emilio.
Llama al doctor Sanagustín, aunque este la llamó y le dijo que no sabía quién era y no había perdido ninguna carpeta, por lo que le pidió que dejara de molestarlo.
Decidió seguir intentando encontrarlo y por ello hasta Galapagar, tratando de encontrarlo, lo que no fue difícil gracias a la acumulación de las bolsas de basura.
Pero se encontró con que quien vivía allí no era el hombre que conoció en el tren, insistiendo el doctor Sanagustín en que esa carpeta no es suya.
Sale la mujer y le dice que, en efecto, esa carpeta es suya y la dejan pasar.
La mujer le muestra una foto de un hombre y le pregunta si era el del tren, reconociéndolo ella, contándole la mujer que es su hermano, Martín Urales de Úbeda, y que ella es Amelia, estando él teóricamente ingresado en la Clínica Internacional, pero como es inofensivo le dejan salir porque hablar con la gente forma parte de su terapia.
Ella no entienda que pueda mentir tranquilamente y no contar la verdad como parte de una terapia, diciéndole su cuñado que si la gente le cree es culpa de la gente, no de él.
Le cuenta que Martín padece una esquizofrenia paranoide. Su personalidad está escindida y en ocasiones vive como si fuera otro y vive como si lo fuera y piensa que los papeles de la carpeta deben ser cosas que se inventó y vive como si fuera él.
Pero Helga dice que ha ido a verlos porque le gustaría publicarlos.
La mujer le dice que si quiere le dará la dirección, y que no lo llame Martín, sino Ángel, no necesitando que le den la dirección, pues ya la conoce, en la calle Martínez Izquierdo.
Se topa con él en la puerta, simulando él haber ido para tratar de encontrar los papeles de Martín, comprobando que, en efecto, el olor es realmente insoportable.
Le muestra también el sótano del que le habló y que simula descubrir con ella y donde le ve oler ropas viejas.
Ella le habla de la carpeta y le dice que quiere publicar su contenido, pues, le cuenta, es editora, contándole él que hace años que no lee, pues la verosimilitud le aburre y él lo ve todo con ojos de psiquiatra.
Y de pronto ve cómo explota.
Bomberos y ambulancias se reúnen en torno a la calle dudando si fue un incendio intencionado o una combustión espontánea debido a los gases generados por la basura.
Decidió tras ello poner en venta su quiosco.
Le llaman entonces desde la Cínica Internacional donde le hablan de la posibilidad de realizar una operación en el cerebro de su marido, aunque para ello necesitarían de su autorización, que ella firma.
De regreso, en el tren, se sienta frente a ella un tipo, el basurero que le pregunta si le apetece conversación, teniendo en su poder también una carpeta.